viernes, 30 de octubre de 2020

SIGNOS

 

    Frente a eso que Camus llamó alguna vez el “silencio irracional del mundo”, existe la voz humana, las palabras capaces de nombrar las razones de los hombres; ni religiosas ni ideológicas: argumentos identificados con memorias personales, con voluntad, con sueños e imaginación, con anhelos y temores, con ilusionadas visiones de felicidad o plenitud… 

    A la irracionalidad o la indiferencia del universo se oponen las voces surgidas de experiencias y aprendizajes individuales: signos de lo que somos y pudiéramos desear ser, señales de nuestro origen dirigiéndose hacia un destino. 

viernes, 23 de octubre de 2020

QUIZÁ APRENDEMOS...

 

    La esperanza nos sostiene, otorgando un porqué a esfuerzos y convicciones. La esperanza nos alimenta. Nos aleja del pesimismo. A su lado entendemos un poco mejor nuestra relación con el tiempo (lo humanamente válido de nuestra relación con él). La esperanza es conjuro contra la desesperación, contra el desánimo y la incuria. Imposible no acompañar de esperanza nuestra posibilidad de intervenir en el mundo; imposible no apostar, junto a ella, en contra de la desilusión o la indiferencia.

    La esperanza es enemiga del desconcierto aunque no del asombro. Aquél, significa sucumbir al sinsentido, percibir el absurdo desvaneciendo proyectos y acciones. Nunca será el absurdo (y sus secuelas: el escepticismo o el nihilismo) una buena compañía para nuestros recorridos. El asombro, por el contrario, sí es útil: suele conducirnos al reconocimiento de un significado para nuestras experiencias. Nos obliga a entender, a no dejar nunca de indagar.

    Junto a la esperanza convertimos nuestros hallazgos en respuesta y en rutina. Y es que también la humilde rutina puede ser inspiración, fortaleza, orientación, perseverancia...

    La esperanza va mucho más allá de la simple espera. Se relaciona con expectativa. Se asemeja, también, a gratitud y a reconciliación con nuestra realidad.

    En su poema “Elogio de la sombra” dice Borges: “La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha ... (en ella) quedan el hombre y su alma.” A fin de cuentas, todo recorrido, todo camino construido debería concluir en el cumplimiento de la esperanza de un ser humano por haber logrado identificar “su alma”, por haber descubierto una esencial identidad entre su tiempo y su rostro.

    Quizá aprendemos a reconocer el valor de la esperanza a medida que envejecemos, cuando comprendemos, -y aquí cito a Goethe- que envejecer es una “gradual retirada del mundo de las apariencias”. Nuestra esperanza crece por ello cuando vamos descubriendo la diferencia infinita que media entre lo auténtico y lo aparente, entre lo valedero y lo insustancial.

jueves, 15 de octubre de 2020

VIAJERO

 

    En esencia, todo ser humano es un caminante, un viajero que, como dijo alguna vez Saint John-Perse, “nace en la casa, pero muere en el desierto”. El caminante construye sus propios rumbos. Aprende que el instante que lo consolida podría, también, desvanecerlo; que ni derrotas ni victorias son totalmente definitivas y que la curiosidad y el desconcierto pueden ser siempre punto de partida hacia nuevos rumbos. Intuye que la vuelta atrás es imposible y que, por sobre cualquier otra cosa, precisa fe en sí mismo. Con sus pasos se dirige hacia cielos o infiernos absolutamente personales. En ocasiones escoge acogerse a los augurios y a la ilusión de la esperanza; otras veces, anteponer a cualquier quimera la cruda verdad de un urgente ahora.

    Trayecto, camino, itinerario, rumbo, derrotero: diversos nombres para aludir a los pasos dibujados por el viajero. Lo acechará siempre un riesgo esencial: la desorientación. Para conjurarla, necesita hacer de sus experiencias y aprendizajes asideros. A la postre, entiende que quizá el sentido mismo del viaje resida en el hallazgo de ciertos asideros donde identificar un sentido para los días transcurridos. Sin asideros prevalecerá para él la desorientación, se desvanecerán las referencias y el caminante terminará convertido en un ser errante, un transeúnte desvaneciéndose al interior de la intemperie.

    Los cuadernos del destierro de Rafael Cadenas es una de las más hermosas descripciones que yo haya leído alguna vez sobre esas verdades adquiridas por un viajero dentro de su tiempo. Lo escribe en Trinidad, donde vivía tras haber sido expulsado del país por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Permanece exiliado en esa vecina isla de Venezuela entre 1952 y 1956. Lejos del espacio de su origen, se enfrenta a las mismas preguntas que, en algún momento, cualquier individuo podría formularse: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi lugar? ¿Dónde pertenezco? ¿Cómo aceptarme?

    Quizá el reto esencial para cualquier caminante sea aceptarse en medio de la desorientación. Y ésa es, precisamente, la conclusión de Los cuadernos… El caminante que es Cadenas, desde el tiempo presente que lo rodea, hacia el final de su largo texto, contempla el camino dejado atrás y concluye en una contundente revelación: “He recuperado mi nombre”. Recuperar el propio nombre: aprobarse, reconocerse, aceptar los rumbos transitados... Rafael Cadenas: caminante, viajero, poeta, nos confía en Los cuadernos… una sabiduría que es el genuino legado del viajero. Ha aprendido a vivir consigo mismo, y es eso lo que su voz nos expresa.