lunes, 12 de diciembre de 2016

MAESTRÍA DE LA VOZ

Maestría de quien, con su voz,  comunica imaginarios, ideas, visiones, saberes, experiencias... Pericia de poetas y maestros. ¿No fueron a menudo ambos autores de muy parecidas entonaciones? ¿No nos condujo muchas veces la voz de un poeta o las palabras de un maestro hacia certeros y definitivos aprendizajes?
Todos escogemos autores y todos elegimos maestros; y ambas elecciones nos describen.
El maestro luce más consciente de los significados y alcances de su voz, más en posesión de lo que quiere decir; más reflexivo que el poeta, quien escribe desde sentimientos que lo inspiran, emociones destinadas a desvanecerse en beneficio de una voz protagonista siempre de sí misma.
La voz del poeta se acerca a las miradas de sus lectores; la del maestro, a la atención de sus discípulos… Importancia de las dos para quienes aprovechan las palabras de uno y otro.
Voces que comunican lo necesariamente comunicable, de llamativo protagonismo junto a verdades convertidas en significado; voces que viven por sí mismas, sin ignorar que su recepción decide su vida, su perdurabilidad posible.
Existen naturales diferencias entre la voz del poeta, nacida en medio de la soledad de muchos monólogos, y la del maestro, nacida al calor del diálogo. Lo que dice el maestro lo escuchan sus discípulos. Lo que escribe el poeta, en su solitario acto creador, carece de testigos. Pero, acaso, nos comunicamos con el poeta de la misma manera como lo hacemos con el maestro. Junto al poeta nos acercamos a un determinado modo de escritura: género, estilo, entonación… Del maestro aprendemos perspectivas, saberes, comprensiones. En las palabras de uno y de otro descubrimos develamientos que son respuestas.
La voz del poeta está destinada a trascender. Solo así podrá conjurar el riesgo del inútil solipsismo. Por su parte, el maestro al hablar, no solo es escuchado, también es visto. Se lo oye y se lo ve. Sus voces pueden acompañarse de cierta teatralidad, lo que en modo alguno las convierte en superficiales o frívolas.
Al contrario de lo que dice el adagio, a la palabra del maestro nunca “se la lleva el viento”. No: ella permanece. Lo que dice aquí y ahora perdurará allí y después. Su destino no es solo transmitir conocimientos; también orientar, estimular. No impone convicciones: enseña al discípulo a defender las suyas propias.
Al escuchar la voz del maestro, el joven aprende a conquistar su propia voz. Aprende el discípulo de su maestro y aprende éste de aquél. Aprende el maestro al tiempo que enseña. Aprende de sus preguntas y enseña a partir de sus respuestas. Existe en él la imagen del ejemplo. Entiende su profesión como comunicación de verdades de vida. Su palabra, irrefutablemente humana, nunca podría desentenderse de cuanto le resulta esencial decir.
Comentó alguna vez Borges que todo espacio de voces aspiraba a su propia estética, amparada por una ética de lo auténtico. Estética de la forma y ética de la voz que vive como un reflejo de la vida de su creador. El Premio Nobel de Literatura, Gao Xingjian, en su discurso de agradecimiento al recibir el galardón de la Academia Sueca, habló de cierta escritura a la que definió de “literatura fría”: respuesta a una necesidad ética, a una urgencia de vida de la parte de su creador. Acaso algo parecido a cierta opción del maestro: convertir su enseñanza en paideia: transmisión de valores, comunicación de una sabiduría de vida
Tanto en el caso de la literatura como en el de la enseñanza, se trata de acercar la voz a la vida; de humanizar la expresión, de comunicar humanidad. Recuerdo una figura empleada por el poeta Rafael Cadenas: “… una colmena donde se oculta un arcoíris…”
La colmena: estructura habitada y habitable, evocación de empeños y de esfuerzos.
El arcoíris: etérea y colorida visión de imaginarios, sentimientos, ilusiones, ideas...
Una colmena: espacio que es expresión de la experiencia del maestro.
Un arcoíris: imaginación y emociones del poeta irradiando una escrita luz…
Maestros y poetas: autores que nombran siempre desde el lado de la vida, traducen lo humanizador, pronuncian voces que testimonian lo verdadero y lo bello en la verdad.

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Enseñanza y poesía: confirmación, a través de las palabras, de un tiempo y de un camino hechos de vida.

martes, 6 de diciembre de 2016

REÍR: UNA EXPRESIÓN DE LIBERTAD

Reír es el gesto natural que logra apartarnos –así sea por muy breves momentos- de realidades incomprensibles o desagradables.
La risa crece y echa a volar con fácil espontaneidad. La risa es contagiosa: reímos con la risa de otros; también es invasora: rápidamente se extiende a todos los espacios hasta hacerse carcajada colectiva. Puede ser eficaz recurso contra lo grotesco o lo inadmisible; cuanto más insostenibles los argumentos, más inservibles las comprensiones o inútiles las razones, la carcajada, la hilaridad refutan razones, conjuran temores.
Asociamos reír con libertad. Reímos porque somos libres de hacerlo. Reímos de lo que nos desconcierta; eventualmente, también, de eso que muchos otros creen y somos incapaces de compartir.
Recuerdo dos referencias literarias en torno a la risa. La primera, la muy conocida novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. En su trama se cuenta como el padre Jorge, bibliotecario de un monasterio medieval, asesina a todos aquéllos que tuvieron contacto con cierto legendario manuscrito de Aristóteles que trataba sobre el tema de la risa. La convicción del sacerdote, idéntica a la de la Iglesia de ese entonces, es que la risa es muy peligrosa porque desmitifica y distorsiona. Introduce la sedición y la blasfemia.  Profana lo sagrado y verdadero.
La segunda referencia pertenece a Mikhail Bakhtine, quien en su libro Estética y teoría de la novela, dice admirar a Rabelais y a Cervantes por haber recuperado un saber característico del mundo antiguo. Reír y hacer reír fue lo que hicieron autores como Aristófanes o Petronio. Sin embargo, la risa pareció alejarse de la Europa de la Edad Media. Cito a Bakhtine: “Después de la caída del mundo antiguo, Europa no conoció la magia del reír: la risa no fue jamás contaminada por el burocratismo corriente, por el espíritu oficial necrosado. La risa permanecía fuera de la mentira oficial. Sólo la risa logró escapar a la contaminación de la mentira”.
Espíritus necrosados o necrosamiento del espíritu por culpa del poder, de la autoridad: la risa puede ser un muy sano conjuro contra ellos.
Con su escritura, el novelista checo Milan Kundera ha ejercido eso que él mismo llama la “sabiduría de la novela”. ¿En qué consiste? El propio Kundera responde acudiendo a un viejo proverbio judío: “El hombre piensa, Dios ríe”. La risa de Dios supera las acciones y pensamientos de los hombres; pero, sobre todo, supera sus consignas, sus lemas, sus ideologías.
Kundera dice que escribir supone para él dibujar “metáforas pensantes”. También ha dicho que nuestro mundo moderno es una trampa para el ser humano. Desde esa convicción, ha interrogado a Kafka: ¿Qué posibilidades tiene el hombre en un mundo kafkiano? El mismo Kundera se responde: “Kafka no desveló tal o cual organización social, sino una situación existencial del hombre que vive en el mundo moderno.
Para el ser humano solo es posible vivir en un mundo sustentado sobre ciertos valores. La literatura -el arte- es una manera de representar esos valores que trascienden sistemas de pensamiento, creencias y, desde luego, ideologías. Entre la razón realmente humana y las ideologías media la infinita distancia de las vivencias, de las emociones, de las memorias individuales. El arte es experiencia humana convertida en imagen.
Hace años, Imre Kertsz, escritor húngaro, galardonado con el Premio Nóbel de Literatura del año 2002, y sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, dio una conferencia que tituló “El intelectual superfluo”. En ella estableció una radical oposición entre experiencia de vida e ideología. Aquélla, dice, perturbará siempre al ideólogo, ese ese ser incapaz de ver las cosas por sí mismo, imposibilitado también de reconocerse en la sensibilidad o en la imaginación.
Mientras el artista siente y sabe que la libertad lo es todo para él, el ideólogo tiene miedo a la libertad. Ella lo confronta consigo mismo, le muestra demasiado descarnada su imagen en el espejo de la vida.
Cuando ya no pudo seguir viviendo en su país, Kundera se exiló. Le resultaba imposible obedecer a irrefutables preceptos, claudicar ante agobiantes principios. ¿Su respuesta? Territorializarse en su escritura, escribir aferrado a su autenticidad y rebeldía.
Rebeldía: sustento de una ética que asigna significados a la diferencia esencial de todo individuo. Si éste posee la madurez suficiente para apartarse de las limitaciones de sus caprichos y laberintos, acaso logre descubrir en su rebelión la fuerza para construir metas que supo diseñar por sí mismo. Rebelarse en modo alguno constituye un acto relacionado con resentimiento o nihilismo. Tiene que ver con algo mucho más sencillo y honesto: aceptar eso que nunca podríamos dejar de ser.

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La rebeldía literaria de Kundera se apoya frecuentemente en la oposición entre una desmemoria  histórica de Estados y burocracias y una memoria humana individual que ha vivido y ha descubierto verdades esenciales en la vida. “El Estado es el olvido”, dice Kundera en su libro Los hacedores de mapas. Frente a ese olvido, la memoria del escritor puede servirle a éste para evocar la historia que lo envuelve; historia personal que desconfía y duda de cultos colectivos; historia de una persona capaz de apoyarse en sí misma y entenderse y llegar a aprobarse éticamente en medio de los vaivenes y confusiones de su tiempo.