Una de
las cosas a las que más nos cuesta renunciar en algún momento de la vida, es a
ese primer espejismo dibujado sobre el rostro de nuestra infancia: el de la
segura felicidad. Que la vida resulte mucho más ardua de lo imaginado o que la
felicidad exista sólo en brevísimos fragmentos, generalmente reconocidos una
vez perdidos, es tal vez una de las mayores decepciones de la edad adulta. La
infancia, aunque eventualmente terrible en su vulnerabilidad, en su
indefensión, en sus inseguridades y sus miedos; por lo general, propugna la
ilusión de que la vida nos debe algo, ilusión que los años se encargarán de
deshacer.